Vista desde lejos, la escena era extraña. Casi surrealista. Y repetida a lo largo del tiempo… Una larga lista de niños caminando por una carretera entre Francia y Suiza, dirigidos por un hombre extraño. Una especie de payaso que bailotea, hace piruetas, no habla, y con un dedo índice cruzado sobre los labios, les pide silencio.
Pero acerquémonos…
Los niños son judíos. Los comanda Georges Loinger, primo del danzarín y jefe de la unidad secreta de la Resistencia Francesa llamada Oeuvre de Secours aux Enfants: grupo judío de ayuda que sacaba a niños, también judíos, del espanto de la Francia ocupada por las tropas nazis…
La historia dirá que el intrépido y longevo Loinger –murió en 2018 a los 108 años– y su compañero salvaron no menos de 350 niños recluidos en un orfanato.
El payaso danzarín y silencioso era Marcel Manguel (Estrasburgo, 1923-Cahors, 2007), que después de la guerra sería llamado «El poeta del silencio«: mutismo que lo ayudó a salvar a otro centenar de niños. Y que diría: «Viajar con grandes grupos de ellos no era nada fácil, y muy peligroso, porque los soldados nazis de los retenes eran estúpidos…, pero no tanto. Mi arma secreta era mi entrenamiento como mimo. Jugábamos a que nadie hablara. Ni yo ni ellos. Marchaban, se reían, creo que me amaban, y sé que muchos años después comprendieron que yo luchaba por sus vidas.»
Pero la niñez de Marcel y su hermano Alain fue aún más dramática que la de aquellos salvados de los asesinos del Tercer Reich…
Trashumantes desde los cuatro años e hijos de un carnicero judío apresado por la Gestapo y deportado al campo de exterminio de Auschwitz, del que jamás volvió, cambiaron su «Manguel» judío por «Marceau» para eludir la garra del invasor. Apellido inspirado en François Séverin Marceau-Desgraviers, general de la Resistencia Francesa. Inspiración que los impulsó a alistarse en los grupos rebeldes de Limoges, donde muchas sus célebres porcelanas fueron robadas por jerarcas nazis y –aun peor– destruidas por las botas de la soldadesca. Porque «el mal siempre insiste»: palabras de Albert Einstein.
Se batieron con coraje en las fuerzas de la Francia Libre de Charles de Gaulle, y para Marcel empezó una segunda y luminosa vida…
El instante de epifanía sucedió en la oscuridad de un cine. En la platea, Marcel. En la pantalla, Chaplin. Charles. Charlot. Cuando se encendieron las luces y Marcel salió a la calle, esa segunda vida estaba en el primer naipe del mazo: caminó hasta la Academia de Arte Dramático Charles Dullin que latía en el teatro con nombre de mito: Sarah Bernhardt. La máxima. Nacida en 1844 y muerta en 1923: el mismo año en que Marcel llegó a este mundo… Esas simetrías que, según Borges, tanto le gustan al Destino.
Su Majestad el Talento no tardó en abrirse paso. Unido ya a la compañía, le concedieron el rol de Arlequín –nada menos– en la pantomima «Baptiste».
Llegado el 1947, y acaso remedando a Chaplin cuando entró en una sala de vestuario y eligió –para la eternidad– el bombín, el bastón y los imposibles saco, pantalón y zapatones, Marceau se transformó en «Bip«: cara pintada de albayalde (carbonato de plomo de purísmo blanco), labios de intenso rojo, suéter liso con rayas a medio pecho, sombrero de copa que parecía aplastado por las ruedas de un auto y adornado por una flor algo marchita que, según él, simbolizaba «la fragilidad de la vida», su efímera existencia…, y calló: condición sine qua non del mimo.
Mimo triste como el vagabundo de Chaplin, con «las manos tan expresivas como las de Miguel Ángel» –según The Indianapolis Star– y un cuerpo adaptable a todo rol como agua a todo recipiente, logró hits breves e inolvidables: Bip con mariposas, con leones, en barcos, trenes, restaurantes, caminando contra el viento –notable caballito de batalla–, siempre a mitad de camino entre las dos máscaras del teatro: Tragedia y Comedia. Y después, piezas largas en teatros del entero mundo –salvo en países gobernados por dictadores y violadores de los derechos humanos–, con más de trescientas representaciones por año: ¡casi una por día!
De su pieza breve «Joven, maduro, anciano y muerte» dijo un crítico: «Logra en menos de dos minutos lo que la mayoría de los novelistas no logran en sus volúmenes».
En mil y una entrevistas afirmó su credo: «No hablo: basta ese grito interior para desnudar el alma… Trabajo por la paz: soy un activista de esa causa tantas veces perdidas… Bip es un héroe sin edad, sin época, y con eterna esperanza… El silencio es infinito: los límites los pone la palabra…» Y una fina chanza: «Nunca le pidan a un mimo que hable: ¡jamás se callará!»
Pasó por el cine con otro gag inolvidable: en «La última locura de Mel Brooks», 1976, es el único personaje que habla: dice «¡No!, y ni una palabra más…
Nunca le pidan a un mimo que hable: ¡jamás se callará!
Creador de la Escuela de Mimos de París, casado tres veces, cuatro hijos,
«judío con tendencias budistas» (textual), murió el 22 de septiembre de 2007, a sus 84 años.
Está sepultado en el mítico Cementerio de Père-Lachaise, junto a los más grandes de los grandes: de Oscar Wilde a Frédéric Chopin, de Edith Piaf a Jim Morrison… en la esquina de Cyrano de Bergerac.
Por su heroísmo durante la Segunda Guerra Mundial le fue concedida la Legión de Honor. Por su vida y obra como artista, las de Caballero de la Orden de las Palmas Académicas y Comendador de las Artes y las Letras.
Empezó a actuar en la Argentina desde 1951, y a sus 82 años honró el escenario del Colón.
Sólo rechazó contratos durante las dictaduras militares.
En silencio, un hombre de palabra.