por Ana Jerozolimski / Publicado el 29 de Octubre de 2020
Recordamos el horror. La incredulidad. El desconcierto. La sensación de orfandad que embargó a tantos en Israel aquella terrible noche del sábado 4 de noviembre de 1995, cuando el Primer Ministro y Ministro de Defensa Itzjak Rabin (z”l) fue asesinado. Por su muerte y por el hecho que el asesino fue un israelí, un judío, el terrorista Igal Amir, que con sus tres disparos quiso frenar el proceso de paz con los palestinos con el que discrepaba.
Tres disparos, un muerto…millones de heridos. Israel sufrió un trauma nacional.
Aunque a todos quedó grabada en la memoria aquella fecha, 4 de noviembre, Israel conmemora el aniversario según la fecha hebrea, por lo cual son este jueves los actos oficiales tanto en Beit Hanasí, la casa presidencial, como en el cementerio del Monte Herzel y en la Kneset. Por eso, hoy, no podíamos dejar de escribir estas líneas.
Era legítimo discrepar con Itzjak Rabin, porque siempre es legítimo pensar distinto. Y era comprensible, porque el proceso que impulsó con los palestinos despertaba no pocas dudas derivadas de la naturaleza del interlocutor, de la desconfianza que inspiraba el hecho que del otro lado había un liderazgo que había sido responsable de numerosos atentados terroristas. Era legítimo protestar y manifestar. Pero no era legítimo recurrir a la violencia, violar el mandamiento “No matarás” para frenar un camino político que podía y debía únicamente ser frenado, si así lo decidía el pueblo, en las urnas.
Yo me conté entre aquellos ciudadanos israelíes que apoyaron el camino de Rabin, entendiendo que la paz se hace justamente con los enemigos más férreos. Que había que intentar forjar un futuro diferente. Y nadie mejor que él, profundo conocedor de los desafíos de seguridad con los que Israel debía lidiar, para hacerlo. No sin dudas, no sin desconfianza. Pero también con esperanza.
Sin embargo, considero que el asesinato no fue sólo un golpe traumático para quienes lo apoyábamos sino para todo el país. Porque el asesino mató a Rabin, pero con ello atentó además contra la base misma de la democracia israelí, trató de imponer un discurso desgarrador de la sociedad toda, que en otros lares quizás habría conducido a una guerra civil.
En una entrevista a la radio pública israelí, una de las figuras más identificadas con la población judía en Judea y Samaria, Pinjas Wallerstein, de los dirigentes de la protesta contra el proceso de Oslo en aquellos años, fue tajante: el asesino de Rabin debería haber sido condenado a la pena capital. No merece vivir. Él, un judío religioso, residente en el asentamiento de Ofra, convencido en aquel entonces-y cabe suponer que también hoy- de que el proceso de Oslo era un error y que Rabin se estaba equivocando, fue categórico como pocos al referirse al tema. Porque más allá de posturas políticas de derecha o izquierda, entendió la catástrofe que significó que en el Estado judío renovado, con la soberanía nacional recuperada, ocurra un horror así.
Y la pregunta hoy es qué se aprendió, si todos tienen claro a qué puede conducir la incitación, el odio divisivo, la violencia. Cabe suponer que la enorme mayoría de quienes criticaban a Rabin con ardor, no imaginaban que la discusión llegaría al magnicidio. Pero ahora ya se sabe que puede.¿Y entonces? ¿Entonces por qué parece a veces que nada se aprendió?
En realidad, es exagerado decir que “nada” se aprendió. Desde el asesinato, han sido y siguen siendo numerosos los marcos de diálogo que se formaron entre diferentes sectores de la sociedad israelí, para escucharse aún en medio de la discrepancia. No están suficientemente bajo los reflectores de la atención pública, pero existen. Y tocan corazones. Educan. Influyen en la vida y formar de pensar-y de discrepar-de numerosos jóvenes y adultos, laicos, religiosos, de derecha e izquierda, judíos y árabes. Esa es una luz que no se debe apagar. Benditos sean quienes la encienden, buscando lo común que une, por sobre lo distinto que separa.
Pero no se aprendió lo suficiente. No sólo las redes sociales están llenas de odio, de esas palabras que ya sabemos que crean actos, de etiquetas malignas a quien piensa diferente. También en el liderazgo hay quienes no calibran debidamente el peso de sus palabras. Con demasiada facilidad se ha convertido en los últimos años al término “izquierdista” –que en Israel se refiere a posiciones en el conflicto con los palestinos, un concepto muy distinto de izquierda y derecha en Latinoamérica- en casi sinónimo de basura dispuesta a vender la patria. En un insulto. Y eso se filtra al público. Ese es el contexto en el cual frente a manifestantes contra el Primer Ministro Netanyahu, alguien colocó días atrás un cartel peligroso: “Izquierdistas, traidores”.
Tampoco nos resulta aceptable que quienes defienden posturas nacionalistas sean tildados de “fascistas” y cosas similares.
De todos modos, consideramos que la mayor responsabilidad de evitar estas situaciones, la tiene, por razones obvias, el liderazgo, la tienen las autoridades. De gobierno y de oposición.
Al cumplirse 25 años del asesinato de Itzjak Rabin, deseo no sólo repudiar al criminal que lo mató y a todos aquellos que crearon el terreno para que alguien conciba empuñar el revólver, sino también destacar la luz: recordar la memoria de Rabin, recordar que su intento de llegar a la paz con duros enemigos, fue el corolario de una vida dedicada al pueblo judío. Su vida toda estuvo dedicada a fortalecer a Israel y garantizarle independencia y seguridad. De jovencito, en el Palmaj, combatió por Jerusalem. En la Guerra de los Seis Días, anunciada por promesas de exterminio de parte de los árabes, fue el Comandante en Jefe de las Fuerzas de Defensa de Israel que alejó el peligro y condujo a Israel a la victoria. Ya en la política, dos veces Primer Ministro, hizo mucho por el desarrollo de Israel.
Bendita sea su memoria.
Ana Jerozolimski
Directora Semanario Hebreo Jai
(29 de Octubre de 2020)