El 11 de mayo de 1960 un comando israelí capturó a Adolf Eichmann en San Fernando. Las tareas previas para identificarlo. La orden de Ben Gurión. El paso a paso del los agentes del Mossad que vigilaron al criminal nazi. Los días tensos de espera. El secuestro. Y la original forma de sacarlo del país.
Por Matías Bauso 11 de mayo de 2020
Llamémoslo José. Tiene 20 años, es argentino, estudia en la facultad y es de origen judío. Regresa al auto en el que lo están esperando. Tiene mala cara, vuelve abatido. Le dice a su compañero, al que conoce hace sólo dos días, con tono lúgubre: “Se nos cayó la pista. No se llama Klement. El apellido es Eichmann”. El conductor del auto, el que esperaba, se tiene que esforzar para disimular su alegría. “No pasa nada. Ya veré cómo sigo. Subí que te alcanzo”.
Ese fue el momento exacto en que Zvi Aharoni se convenció de que había encontrado a su presa. Transcurrían los primeros días de marzo de 1960. Aharoni tenía 38 años, era interrogador jefe del Shin Bet (Servicio de Seguridad de Israel) y esta era la primera misión que le encargaba el Mossad. Había llegado a Buenos Aires una semana antes. Debía verificar que Adolf Eichmann, el criminal nazi, estuviera en Argentina y determinar su ubicación exacta. Entró al país como diplomático, se alojó en la embajada israelí y para su pesquisa se valió de varios sayanim, voluntarios judíos que se prestaban a realizar tareas de transporte, vigilancia, o asistencia médica que los agentes del Mossad pudieran necesitar. José era uno de ellos. Los sayanim sabían sólo lo imprescindible. Se les encargaba una tarea sin explicarles el contexto. Cuanto menos información poseyeran, mejor.
Aharoni no tenía demasiados datos sobre Eichmann. Una foto de cuando era oficial nazi durante la Guerra, que se hacía llamar Ricardo Klement y la dirección de dónde vivía con su familia. Chacabuco 4261, en Olivos. Pero el día que llegó hasta la casa, en un auto manejado por otro sayanim, descubrió que la casa estaba vacía; la familia que vivía allí se había mudado hacía unas semanas.
“No sé dónde fueron los alemanes”, respondió un vecino. No desesperó aunque empezó a sospechar que su misión sería un fracaso. ¿Cómo podía vivir Eichmann con su familia en esa casa con tan pocas comodidades y en estado deplorable? La pista debía ser falsa. Una pista falsa más en esa década de pesquisa.
Al día siguiente regresó y tuvo más suerte. En el fondo de la vivienda trabajaban unos albañiles. Les preguntó por los antiguos habitantes y el trabajador le contó que se habían mudado a San Fernando. Cómo él le había hecho algunos trabajos en su nuevo hogar, sabía cómo llegar. Y le explicó detalladamente al israelí cómo hacerlo. “Igual, si es algo urgente, cruce que en el taller mecánico de enfrente, trabaja el hijo”. Así fue que al día siguiente, José, el sayanim del principio de esta historia, fue al taller con un regalo que una supuesta antigua novia le enviaba a uno de los hijos del “Sr. Klement”. El mecánico que lo recibió le dijo que no era Klement, sino Eichmann el apellido. Mientras el sayanim pensó que la misión era un fracaso, Zvi Aharoni supo que estaba mucho más cerca de dar con Adolf Eichmann.
Esa noche, desde la embajada, envió un mensaje cifrado a Isser Harel, jefe del Mossad: “El conductor es rojo”. Significaba que probablemente Klement fuera Eichmann pero que todavía faltaba ubicarlo y despejar varias dudas.
El primer día del fin de semana siguiente, Aharovi fue en colectivo hasta San Fernando. El albañil había brindado precisas instrucciones. Reconoció el paisaje al arribar. La ruta 202, la calle Garibaldi sin asfalto, el kiosco en una esquina, la parada del 203 y a unos 100 metros la casa discreta en medio de un descampado. Tratando de pasar desapercibido hizo guardia un rato. Vio a una mujer y a un chico de unos 8 años jugando en la parte exterior. Nada más.
Rastreo la titularidad de la casa en el Registro de Propiedad Inmueble pero su esfuerzo fue infructuoso. Volvió día tras día, con distintos vehículos y sayanims para no llamar la atención. Alguna vez mandó a alguien a hablar con la nuera de Klement pero no obtuvo mayor información. Nunca vio a Klement. Pero los demás datos que iba recopilando indicaban que todo cerraba. Pero siempre faltaba la certeza definitiva. Y sobre todo verle la cara al criminal fugado.
Cuando estaba por tirar la toalla y reconocer el fracaso de su tarea, vio trabajar en las afueras de la casa a un señor mayor, de edad indefinida, enjuto, con poco pelo y a un joven de unos 20 años. Eichmann y uno de sus hijos. Aharavi se acercó a ellos. Y les hizo algunas preguntas. En su mano derecha llevaba un bolso con el cierre ligeramente abierto. La conversación no levantó sospechas. El hombre que charló con Aharavi se parecía a Eichmann y hablaba con fuerte acento alemán.
Al regresar de San Fernando, Aharavi se apuró en abrir el bolso. Quería saber si el dispositivo había funcionado y en especial si él había apuntado bien. Tuvo palpitaciones hasta que reveló las fotos. Había logrado captar la cara de ese hombre. Él por fin tenía la certeza. Ricardo Klement era Adolf Eichmann.
Minutos después envió otro mensaje cifrado a Harel: “El conductor es negro”. Después de más de una década de búsqueda habían dado con el paradero del criminal nazi.
Aharavi regresó a Israel y a partir de ese momento el Mossad empezó a planificar la captura del nazi. Ben Gurion escuchó en silencio las explicaciones de Harel y aprobó la misión. Pero aclaró en tono firme: “Deben traerlo vivo y en perfecto estado. Será el primer nazi juzgado en Israel”.
El ministro de justicia explicó las posibilidades jurídicas y, en especial, las consecuencias internacionales. Era imposible pensar que Alemania o Argentina juzgaran a Eichmann. Decidieron aceptar las consecuencias del escándalo por la intromisión en un país extranjero. Por secuestrar a una persona y sacarla del país. Prefirieron pagar ese precio a cambio del impacto que tendría el juicio.
Un equipo con una decena de especialistas empezó a trabajar. Cada uno llegaría a Argentina desde distintos puntos del planeta con diferentes coartadas. Se alojarían en casas que varios sayanim habían ido alquilando en esos días sin saber para qué lo hacían. La operación se planificó paso a paso. Se seguiría a Eichmann varios días hasta lograr determinar dónde trabajaba. De todas maneras por la información que había aportado Aharavi lo más seguro parecía capturarlo algún atardecer en el que volvía a su casa. La lejanía de su lugar, lo inhóspito de la geografía de esa zona de San Fernando favorecía la operación.
Antes de que los agentes se dispersaron por el mundo para volver a encontrarse en Buenos AIres hubo una charla final en la que se repasó paso a paso la misión. Se asignaron nuevas responsabilidades, se refrescaron protocolos de actuación y, antes de finalizar, Harel les recordó que era imprescindible mantener la integridad física de Eichmann. Todos los agentes habían perdido a gran parte de sus familias en los campos de concentración nazis y no quería que nadie perdiese la calma y se vengara.
El último problema a resolver fue el de establecer cómo salir de Argentina con Eichmann. Barajaron varias posibilidades. Escape en auto por una frontera, viaje en barco o por avión. La más rápida y segura parecía esta última pero contaba con un problema. La aerolínea de bandera israelí no hacía vuelos a Buenos Aires. Alguien propuso que se hiciera un vuelo de prueba, para ver si la aerolínea podía incorporar en el futuro esa ruta. Pero era demasiado riesgoso y era una excusa que podía llamar demasiado la atención. El regreso marítimo era demasiado extenso y el peligro aumentaría en cada puerto. Hasta que una comunicación del ministerio de relaciones exteriores israelí proporcionó la solución casi de manera casual. El 25 de mayo de 1960 Argentina celebraba los 150 años de la Revolución de Mayo. Diversas delegaciones extranjeras fueron invitadas a los festejos. Isser Harel consiguió que Israel enviara una y así, en ese avión, sacarían a Eichmann.
A principios de mayo de 1960 el equipo completo estaba en Buenos Aires. Harel, como jefe del Mossad, también viajó. Tenía citas con los distintos miembros en los cafés más variados de la Capital. La observación había determinado que Eichmann regresaba todos los días hábiles a su casa a las 19.40. A esa hora exacta bajaba del 203, sacaba la linterna de su bolsillo, paraba en el kiosco de la esquina a comprar cigarrillos y hacía los 80 metros que lo separaban de su casa a ritmo cansino. Luego, al entrar, saludaba, prendía algunas lámparas a kerosén (no tenía luz eléctrica), jugaba un rato con su hijo menor y cenaba. La rutina era perfecta, implacable.
Un día, Klement bajó del colectivo con un ramo de flores que le entregó en la puerta de su casa a su esposa; por la ventana se veía la mesa del comedor con su mejor mantel y unas velas. Los habitantes de la casa de la calle Garibaldi estaban de festejo. La incógnita se develó, esa misma noche cuando los agentes israelíes llegaron a una de las múltiples casas operativas que habían instalado en Buenos Aires (llegaron a tener siete simultáneamente). El legajo les dio la respuesta: ese día Adolf y Vera cumplían 24 años de casados. Eso celebraban los Klement. El aniversario de casamiento de los Eichmann
No pudieron determinar dónde trabajaba (luego se sabría que en la Mercedez Benz). Así que la única opción para secuestrarlo era su casa. La oscuridad otoñal de la hora del regreso jugaba a favor de los agentes israelíes.
El 11 de mayo los agentes del Mossad esperaban en dos autos negros sobre la ruta 202 en San Fernando. Estaban separados por una decena de metros. Uno de ellos tenía el capot levantado simulando problemas mecánicos. A las 19.40 apareció el 203. Puntual. Hamacándose ligeramente se acercó a la parada disminuyendo la velocidad. Los cuerpos dentro de los autos se tensaron. Pero el colectivo siguió de largo. Los agentes se miraron. Nadie dijo nada. Durante los siguientes minutos el silencio y el nerviosismo crecieron. Pasaron otras dos unidades del 203 y de ninguna bajó su presa. Por primera vez desde que lo vigilaban el hombre se había demorado. Y si lo desolado del paisaje les jugaba a favor para la tarea, también era una contra si el tiempo pasaba. Detenidos demasiados minutos allí llamarían la atención. El jefe dio la orden: “Uno más y nos vamos”. A las 20.04 otro interno del 203 se detuvo en la parada. El hombre que buscaban bajó por la puerta trasera, encendió la linterna y enfiló por la calle Garibaldi hacia su hogar. El momento había llegado.
Al verlo de cerca, algunos de ellos dudaron. No podían creer que el criminal nazi era ese hombre vencido, prematuramente avejentado, que alumbraba sus pasos débiles con una linterna.
Pasó por al lado del automóvil sin prestar atención; tal vez saludó con un leve movimiento de cabeza. De pronto, Peter Malkin, el agente israelí, lo derribó de un empellón y lo inmovilizó. Malkin había practicado esa toma centenares de veces. Pese a las especulaciones previas todo fue sencillo y no encontraron resistencia. El criminal de masas era un ser débil y endeble físicamente. Lo tiraron en el piso de la parte de atrás del auto y mientras lo maniataban y amordazaban, partieron raudos hacia el escondite que habían previsto. La presa temblaba sin parar.
¿Podía ser éste individuo enclenque y temeroso el responsable de más de 6 millones de muertes? Las dudas atiborraban a los captores. Al llegar a la casa donde lo tendrían hasta la partida a Israel, el médico del equipo, con la ficha con los datos personales y señas particulares de Eichmann en la mano, procedió a revisarlo. Prontamente, el secuestrado reconoció ser Adolf Eichmann.
Una vez capturado e identificado el funcionario nazi, el Operativo Eichmann enfrentaba su mayor desafío: mantenerlo oculto hasta el momento que lo pudieran embarcar hacia Israel. Todos los miembros del equipo debían moverse lo menos posible, para no despertar sospechas. Descontaban que tenían unos días a su favor. La esposa no haría la denuncia en forma inmediata, y en caso de que la hiciera, no develaría a la policía la verdadera identidad de su esposo. Pasados esos primeros días, y descartadas las hipótesis de una fuerte borrachera o de un escape fruto de una aventura amorosa, el peligro aumentaba.
Los agentes israelíes escuchaban permanentemente los informativos radiales y buscaban en los diarios, noticias sobre la desaparición de Eichmann, pero nada apareció. Con el paso de los días, ese también fue un dato de anormalidad, perturbador. Si cualquier otro empleado de la Mercedes Benz (casi cualquier otro: tal vez no ocurría lo mismo con alguno de los otros 36 alemanes empleados en la fábrica en la época de Jorge Antonio) desaparecía, transcurridos unos días, la noticia hubiera sido publicada en todos los diarios de Buenos Aires. Cada movimiento extraño alrededor de la casa, cada frenada abrupta de un auto en las inmediaciones, los inquietaba. Habían tomado precauciones.
Uno de los agentes sometía a Eichmann a un interrogatorio exhaustivo sobre sus actividades durante el régimen nazi, grabado para ser difundido a la prensa internacional, en caso de ser descubiertos y detenidos por las autoridades argentinas.
Los israelíes tomaron más precauciones de lo debido. Álvaro Abós pone el foco en ello: “Los agentes sobrevaloraron dos espacios: la unidad, capacidad y fortaleza de los antiguos nazis refugiados en Buenos Aires y la capacidad logística y de inteligencia de la policía argentina”.
Eichmann estaba en una quinta en la localidad de San Miguel cerca de la ruta 197. El encierro, al avanzar los días, flagelaba a los agentes israelíes. Fueron varios días de ocultamiento y convivencia con su presa. La moral declinaba. Pero nada podían hacer. Sólo esperar. Y no levantar sospechas.
Una mujer y un hombre del equipo se hacían pasar por matrimonio para que el casero no viera nada extraño. Los demás no salían de sus escondites. Había permanentemente una doble guardia. Una externa que cuidaba que nadie se acercara a la propiedad; y una interna: las 24 horas del día había alguien mirando a Eichmann, quien no podía estar solo ni un segundo. Lo afeitaban, le daban de comer, un médico lo atendía: era fundamental llegar con él a Israel en buen estado y poder mostrárselo al mundo.
La relación de los israelíes con Eichmann era escasa y tensa. Sólo Peter Malick tuvo charlas con él más allá de los interrogatorios de rigor. Era una guerra contra el tiempo, contra la espera. Dependían de la llegada a la Argentina del avión que transportaba a la delegación oficial del Estado de Israel que participaría en los festejos por los 150 años de la Revolución de Mayo. En ese avión trasladarían a Eichmann, camuflado como un piloto de la aerolínea. El plan era arriesgado, pero era el único viable. La dificultad no residía en traspasar las endebles fronteras argentinas, sino en llegar a Israel sin ser detenidos en otras jurisdicciones.
Eichmann, al ser informado del plan, pidió que no lo sedaran. Aseguró que no ofrecería resistencia alguna. No había motivos para dudar de su sinceridad. Desde el mismo momento de su detención, se mostró solícito y participativo. Pero los israelíes no se arriesgaron y le suministraron tranquilizantes. En el aeropuerto adujeron que un miembro de la tripulación, luego de una noche de copas, se sentía mal. Hasta volcaron algo de whisky sobre su ropa para que despidiera más olor. Fueron pasando los controles con este miembro de la tripulación descompuesto. Lo subieron al avión entre dos, inconsciente.
El avión hizo escala en Dakar dónde sabían que no serían detenidos. El 23 de mayo de 1960 Adolf Eichmann llegó a Jerusalén. 24 horas después, la noticia estaba en la primera plana de todos los diarios del mundo.
Un criminal de guerra nazi sería sometido a juicio en Israel.