Si antes los judíos eran condenados por el simple hecho de serlo, ahora lo son, además, por su efectiva o supuesta, solidaridad con todo lo que haga el Estado de Israel
Por Leonardo Jmelnitzky
07 Ago, 2024 01:46 a.m. EST
El reciente ataque terrorista que el pasado 7 de Octubre sufriera el Estado de Israel, y la consecuente contraofensiva por parte de este último, ha desatado una ola de antisemitismo mundial, tan masiva, que nos retrotrae a pensar en las horas más oscuras del pasado siglo XX.
Nos referimos especialmente a la reacción que hemos visto en las universidades de EEUU y Europa, donde las agresiones contra profesores y alumnos judíos, junto con las posiciones tibias y ambivalentes de las autoridades educativas, constituyeron un verdadero escándalo. Esto se fundamentó en lo que podemos llamar una perspectiva altamente ideologizada y deliberadamente difundida que, necesariamente, termina por alcanzar a los receptores más simples y pasivos, es decir, aquellos que repiten consignas que no comprenden pero que, de algún modo, encuentran eco en sus prejuicios preexistentes.
La diferencia más importante entre el viejo antisemitismo y el actual es que, en aquel entonces, Israel no existía, mientras que ahora sí. De algún modo, los inveterados recelos antisemitas se han proyectado desde su obsesión con el pueblo judío hacia la nueva nación, lo que, lógicamente, conduce a cuestionar su legitimidad bajo la forma de una culpabilidad intrínseca a su misma constitución.
Lo que acabamos de expresar determina modificaciones importantes en las características del antisemitismo: Si antes los judíos eran condenados por el simple hecho de serlo, ahora lo son, además, por su efectiva o supuesta, solidaridad con todo lo que haga el Estado de Israel: es aquí donde el anti-sionismo se enlaza con el antisemitismo de una manera inextricable. Por lo demás, a lo ya expresado, se añaden los conceptos de colonialismo y racismo que merecen algún comentario.
Si el colonialismo se define como el “régimen político y económico en el que un Estado controla y explota un territorio ajeno al suyo” este no es el caso de Israel. Los territorios que controla Israel no persiguen una finalidad de explotación económica sino de alcanzar un nivel satisfactorio de seguridad para su población, seguridad que ha sido constantemente vulnerada. Más aun, históricamente Israel ha sido proclive a aceptar la existencia de un Estado Palestino junto al propio.
En cuanto a la acusación de racismo, la misma se basa en que se ha llamado “Teoría Crítica de la Raza” que acusa a la raza blanca de ser opresora, caracterización de la cual se deriva el vínculo de la misma con el colonialismo opresor antes referido.
Como dice Simon Sebag Montefiore: “Esta ideología, poderosa en el mundo académico pero que hace tiempo que debería haber sido cuestionada seriamente, es una mezcla tóxica e históricamente absurda de teoría marxista, propaganda soviética y antisemitismo tradicional de la Edad Media y el siglo XIX. Pero su motor actual es el nuevo análisis de la identidad, que ve la historia a través de un concepto de raza que deriva de la experiencia estadounidense. El argumento es que es casi imposible que los “oprimidos” sean racistas, así como es imposible que un “opresor” sea sujeto de racismo. Por lo tanto, los judíos no pueden sufrir racismo, porque se los considera “blancos” y “privilegiados”; aunque no pueden ser víctimas, pueden explotar y explotan a otras personas menos privilegiadas, en Occidente, a través de los pecados del “capitalismo explotador” y en Oriente Medio, a través del “colonialismo”.
El Estado de Israel fue creado en 1948, pero casi desde su inicio tuvo que enfrentar una serie de objeciones dirigidas a su misma razón de ser. Después de la Guerra de los Seis Días, en 1967, estas objeciones fueron adoptando un tinte ideológico cada vez más definido, marcando un antes y un después en las argumentaciones contra la existencia del Estado de Israel.
Sin embargo también queremos decir que, con estas reflexiones, no hemos querido invalidar las críticas justificadas a las políticas del Estado de Israel, lo cual merecería un análisis específico; sino subrayar que, casi inevitablemente y de un modo indiscernible, sobre estas críticas se monta un andamiaje ideológico que no es nuevo y que, con mucha frecuencia, entronca con el antisemitismo.
En otras palabras, sostenemos que una cosa es el reclamo por los derechos del pueblo palestino y otra, muy distinta; es la lucha por la extinción del Estado de Israel. Si estos dos conceptos se confunden no hay solución posible y todo se reduce al triunfo del más fuerte.
En este artículo, queremos reflexionar sobre la influencia de diversos factores en esta evolución: la influencia de la URSS en el mundo árabe, la influencia del marxismo cultural, el efecto de los seguidores de la llamada Escuela de Frankfurt en los círculos académicos, el impacto de la Nueva Izquierda, el concepto de los “nuevos derechos” y su influencia en la “cultura de la cancelación” a la hora de emitir juicios sobre el Estado de Israel, así como la “trampa kafkiana” que lleva a Israel a la necesidad de auto-justificarse permanentemente. Finalmente, presentaremos nuestras conclusiones.
Imagen de un acto en Nueva York en recuerdo a las víctimas de los ataques ejecutados el 7 de octubre por Hamás contra Israel (Europa Press)
La URSS, marxismo, nacionalismo y religión
Para comenzar, quisiéramos recordar que, prácticamente hasta su extinción, la URSS tuvo una fuerte e intensa relación con el mundo árabe. Su influencia no fue solamente militar o política sino que fue la inspiradora de un discurso anti-occidental que, a partir de entonces, iba ser utilizado en Medio Oriente como un modo de auto-afirmación de países débilmente establecidos y con innumerables conflictos internos. La posibilidad de definir enemigos externos, en EEUU y sus aliados, no era solamente el vehículo de un planteo anti-colonial sino también un factor de cohesión interna, de identidad política, una extraña conjunción de marxismo, nacionalismo e islam.
A modo de ejemplos podemos señalar: Gamal Abdel Nasser en Egipto o el Baaz árabe en Siria e Irak adoptaron retórica marxista para movilizar a las masas populares contra las élites tradicionales y el dominio extranjero. El nacionalismo árabe, por su parte, ha buscado unir a los pueblos de la región bajo un proyecto político y cultural común, en oposición a los intereses de las potencias coloniales y las divisiones sectarias. Esto ha llevado a una convergencia táctica, aunque a menudo frágil, entre tendencias nacionalistas y movimientos de inspiración marxista. El islamismo político, por otro lado, se ha planteado como una alternativa tanto al imperialismo occidental como a los nacionalismos seculares. Grupos como los Hermanos Musulmanes, Hizbollá o Hamás; han combinado el discurso antiimperialista con una visión islámica de la justicia social y la movilización militar de las masas creyentes.
A modo de digresión, cabe destacar que el Islam como tradición religiosa y metafísica es inherentemente opuesto al marxismo y al nacionalismo, que son concepciones modernas que penetraron Oriente a través de orientales occidentalizados en las universidades europeas, soviéticas y estadounidenses. Por lo tanto, esta mezcla de ideologías políticas y tradición islámica representa algo sumamente complejo y contradictorio, que se resume en una cuestión política que, a pesar de las apariencias, nada tiene que ver con una perspectiva religiosa o que incluso puede llegar a conformarse como una pseudo-religión.
Algo parecido podemos decir respecto al sionismo, en tanto que formulación nacionalista, ya sea de izquierda o de derecha, y su vínculo con la religión. Como dice Zeev Sternhell “El nacionalismo integral había decidido ignorar la vocación espiritual de la religión, prefiriendo no retener más que su función social “agregada” (…) Esos movimientos mostraban su simpatía activa respecto de la tradición y el culto (…) solo para que el cemento de la unidad nacional se adhiriera mejor » (..)”.
Max Horkheimer lo expresa de esta manera “Para salvarse a sí mismos, podían o bien renegar de su Dios o bien convertirse en un Estado-nación. Ambos medios significan la decadencia del judaísmo: el primero significa desaparecer del mundo, el segundo significa la transformación en el inevitable nacionalismo de los demás: Israel”.
Sea como sea, lo que queremos dejar en claro es que el conflicto en Medio Orientees de naturaleza política y que, a pesar de las apariencias, nada tiene que ver con lo religioso.
Sin dudas el recién formado Estado de Israel, estaba destinado, más temprano que tarde, a ser considerado como un enemigo de la extraña conjunción que acabamos de mencionar: Sus relaciones con EEUU lo colocaban en posición geopolítica contraria a la URSS y el sionismo, como ideología fundante, provocaría la reacción de otros nacionalismos árabes laicos o islámicos o mezclados.
De este modo, podemos ver que la Carta Fundacional de la OLP, redactada en 1964, 16 años después de la fundación del Estado de Israel, es esencialmente una exhortación a la destrucción del Estado de Israel pero basada en un alegato teñido de una marcada impronta marxista; prácticamente el mismo discurso que la Unión Soviética aplicaba en distintos lugares de África y Asia. Como ejemplo, queremos citar el artículo 22 del documento antes mencionado. El texto expresa: “El sionismo es un movimiento político ligado orgánicamente al imperialismo mundial. Y es enemigo de todos los movimientos de liberación y progreso en el mundo. Al mismo tiempo, este movimiento es un movimiento racista en su formación, agresivo, expansionista y colonialista en sus objetivos y fascista, nazista en sus métodos. Israel es el instrumento del movimiento sionista y es base geográfica y humana del imperialismo mundial”.
Si consideramos entonces estas expresiones con detenimiento veremos en ellas eufemismos que ocultan una significación ideológica que trasciende la problemática regional y que, más aun, apenas la roza. Veamos:
“Imperialismo” es un modo de referirse a los EE.UU. “Movimientos de liberación” son agrupaciones marxistas o filo-marxistas. “Movimientos progresistas” son aquellos que cuestionan la legitimidad del sistema capitalista o liberal. “Racista, fascista o nazista”: Son los epítetos que empleaban los soviéticos para caracterizar todo lo malo. Lo curioso y absurdo de aplicar estos términos para definir al sionismo se resume, como es obvio, en que los judíos fueron, precisamente, las principales víctimas del racismo, el fascismo y el nazismo. De hecho no sería difícil encontrar declaraciones semejantes emitidas por otros movimientos de liberación de la época.
Y aunque la Unión Soviética cayó en 1991 y Fukuyama planteó “El Fin de la Historia”, es decir, un mundo unipolar; sin embargo, y a pesar de ello, una buena parte de la ideología soviética sobrevivió al desmoronamiento del régimen: una buena parte de ella se había filtrado en la intelectualidad occidental y especialmente en las universidades. A este propósito no hay que olvidar que uno de los modos en que se desarrolló la Guerra Fría (1945-1991) fue la guerra cultural, que ya había sido considerada como estrategia fundamental por teóricos e intelectuales marxistas como Antonio Gramsci, fallecido en 1937.
El Premio Nobel de literatura en 1976, Saúl Bellow, se refiere a esta influencia y sus derivaciones posteriores con estas palabras: “Me he adiestrado en la tarea de captar las interminables variaciones sobre temas radicales e izquierdistas, de tal modo que he llegado a ser capaz (habilidad nada envidiable) de detectar los olores a aguas fecales no depuradas de un siglo de retórica revolucionaria”
“Preocupados por cuestiones de salud, sexo, raza, guerra, los universitarios labraron sus reputaciones y sus fortunas, y la universidad se ha convertido en el almacén conceptual de la sociedad, repleta de influencias a menudo nocivas”.
Marxismo cultural
Gramsci no apuntó a los medios de producción, como Marx, ni a los medios de poder político, como Lenin, sino a los medios de comunicación y educación, considerándolos como el objetivo básico para la conquista del poder. Para ello, era vital el control de los medios de comunicación de ideas, universidades, colegios, prensa, radio, etc. Lo que hay que destacar es lo esencial: la conquista de la hegemonía es más importante que la toma del poder político.
Aquí es donde la influencia ideológica de la URSS se entrelaza con el desarrollo de teorías críticas en Occidente. La estrategia cultural promovida por Gramsci encontró eco en la Escuela de Frankfurt, de la cual hablaremos más adelante, cuyos intelectuales migraron a EE. UU poco antes de la Segunda Guerra Mundial y llevaron consigo ideas que criticarían profundamente las estructuras de poder occidentales.
Obviamente esta estrategia rindió sus frutos y una de sus consecuencias fue que un importante sector de la izquierda, y del progresismo en general, se alineara de contra del Estado de Israel y de todo lo que el mismo representaba. Los argumentos para sostener esta posición están de algún modo resumidos en el párrafo de la Carta Fundacional de la OLP que ya hemos citado; se trata de conceptos que fueron objeto de grandes desarrollos teóricos en la época.
En lo dicho hasta ahora hay un punto que nos interesa destacar y es que, a muy pocos años de su creación, el Estado de Israel estaba enfrentado una oposición existencial que, en tanto tal, no se basaba tanto en los hechos en los que estuviera involucrado, políticos o militares, como en la interpretación, por así decir, simbólica, de su existencia. En este contexto cualquier cosa que Israel hiciera sería considerado bajo la óptica de una ideología que, necesariamente, haría una lectura de su accionar cuyas conclusiones estaban previamente determinadas.
De este modo, a pesar de que el Estado de Israel era, como muchos otros en esos tiempos, la consecuencia de un movimiento de afirmación nacional, en tanto que realización del ideal sionista; poco después de su creación sería considerado un Estado paria porque, a diferencia de la mayoría, era apoyado por EE.UU el enemigo de la URSS en el contexto de la Guerra Fría. Aquí podríamos preguntarnos, a título de mera especulación, cual habría sido la percepción mundial sobre el Estado de Israel, si este último hubiera mantenido su acuerdo original con la Unión Soviética. No hay que olvidar que el 17 de mayo de 1948, la URSS reconocía al Estado de Israel, creado tres días antes y que las primeras armas que recibiría el nuevo Estado provendrían de Checoslovaquia que entonces estaba bajo la influencia de la URSS. También es una pregunta interesante, que no vamos a responder aquí porque nos iríamos muy lejos de tema propuesto, si la izquierda cambió su punto de vista sobre Israel, después de la disolución de su alianza con la Unión Soviética.
Un judío ultraortodoxo durante una manifestación en Israel (Reuters)
La escuela de Frankfurt
Pero volviendo a la cuestión que nos ocupa, es importante considerar que cuando hablamos de guerra cultural contra Israel, nos referimos a algo que estaba ocurriendo en los centros intelectuales europeos mientras que en los EE.UU, entonces inmersos en la Guerra Fría, no había demasiado espacio político para que la izquierda en general y la izquierda anti-israelí, en particular, se desarrollaran entre sus círculos intelectuales.
Esta situación en EE.UU comenzó a modificarse entre fines de los sesenta y principios de los setenta, la Guerra de los Seis días y las protestas contra la Guerra de Vietnam, pero los cambios habían comenzado antes. En el año 1935 llegaron a New York, más específicamente a la Universidad de Columbia, un grupo de intelectuales marxistas, que eran o fueron conocidos como la Escuela de Frankfurt, que había sido creada con el objetivo de desarrollar un enfoque crítico interdisciplinario para el estudio de la sociedad. Sus fundadores, entre ellos Max Horkheimer, Theodor Adorno, Herbert Marcuse, Erich Fromm y otros, se centraron en criticar las estructuras de poder y las ideologías que sostenían al capitalismo y al fascismo.
En realidad el planteo de la Escuela de Frankfurt ya se encontraba de algún modo implícito en el viejo marxismo, que sustentaba la idea de que los intereses que determinaban la “lucha de clases” estaban incorporados en el inconsciente de la burguesía y que, en consecuencia, todo lo que un burgués hiciera o dijese propendía, aunque él mismo lo ignorara, a defender sus privilegios.
Natán Sharanski , que vivió en la URSS y luego fue ministro de economía y ministro del interior de Israel, lo explica en estas sencillas palabras:
“La ideología sostenía que a los capitalistas se les debería privar de su derecho a hablar porque cuando hablan simplemente justifican miles de años de explotación. Esa misma ideología se utilizó como pretexto para matar a decenas de millones de personas por pertenecer a la ‘clase’ equivocada, a la ‘nación’ equivocada o a las ‘opiniones’ políticas equivocadas, disidentes y no disidentes por igual, muchos judíos entre ellos”.
El filósofo y escritor Robert Tracinski, va sobre la misma idea desde otra perspectiva: “El marxismo es incuestionable, porque cualquier hecho o argumento en su contra puede descartarse como mera propaganda, como ‘lógica burguesa’ y ‘falsa conciencia’ utilizadas para apuntalar una sociedad capitalista”.
De este hecho tan simple se derivó la necesidad de analizar, comprender y detectar esa “lógica burguesa” y esa “falsa conciencia” y el instrumento para hacerlo sería la teoría de Freud; es decir, surge una simbiosis entre el marxismo y psicoanálisis que derivaría en lo que se conoció como la Escuela Filosófica de Frankfurt que ya mencionamos. Esta escuela adoptó las ideas de Freud para analizar la cultura desde una perspectiva “crítica”, explorando cómo las estructuras sociales y psicológicas influyen en la reproducción y perpetuación de las desigualdades de poder.
El resultado de este experimento iba a ser una crítica a la cultura occidental (y al mismo marxismo), que terminaría cuestionando todas sus estructuras, desde el arte y la ciencia hasta la política y la sociedad en su conjunto. Tal vez no esté de más recordar que esta ideología se impuso en el mundo académico, especialmente en las así llamadas ciencias sociales, que, de un modo u otro, terminaron por lo general siendo los intérpretes y voceros de un relativismo cultural y ético que desembocaría en el, así llamado, posmodernismo.
Así fue como la filosofía post-estalinista tomó los conceptos ya pergeñados en el marxismo, para crear una extensión que ampliaba y, al mismo tiempo, comprendía la “lucha de clases” y que derivaba en algo semejante pero, al mismo tiempo, distinto y más amplio. Nos referimos a la dialéctica de la relación opresor-oprimido, que hasta entonces, por así decir, se hallaba en estado germinal. El concepto de “lucha de clases” iría a buscar su aplicación en otros conflictos, a partir de los cuales surgirán las ideas de opresión patriarcal, opresión sexual, opresión racial, opresión biológica, opresión a la naturaleza (el hombre oprime su entorno natural), opresión animal, etc. La lista de opresiones será indefinida. En definitiva, desde esta perspectiva, toda relación del hombre con sus semejantes o con el medio debe dar lugar a una relación en la que encontraremos, siempre, un opresor y un oprimido.
El lugar de Israel en este marco de referencia fue particularmente sorprendente. La nación judía llegó a ser vista como el perpetrador arquetípico de crímenes imperialistas, acusado de cometer los mismos crímenes contra los palestinos que los nazis habían cometido contra los judíos. Los judíos se convirtieron en los nuevos nazis. Sin embargo algunos de los fundadores de la Escuela de Frankfurt, (mayoritariamente de ascendencia judía-alemana) se opusieron a esta perspectiva y fue en parte, precisamente, porque Adorno y Horkhimer habían llegado a rechazar este marco de referencia, que se vieron obligados a separarse del movimiento estudiantil que ellos mismos habían inspirado. Es en este momento, nos referimos a la década de los 60, cuando los seguidores de la Escuela de Frankfurt toman un nuevo rumbo que los alejará gradualmente de los fundadores de la misma, y entre las razones de esta fractura hubo dos temas fundamentales: Israel y el antisemitismo.
La nueva izquierda
Esta ruptura entre la Escuela de Frankfurt y los movimientos estudiantiles dio lugar a la formación de lo que se llamó la Nueva Izquierda. Aunque la Nueva Izquierda se inspiró en la Escuela de Frankfurt, también se diferenció de ella al objetarle su posición demasiado teórica y pasiva, y su reticencia a comprometerse lo suficiente con la acción política directa. Acusaron a la Escuela de Frankfurt de ser elitista y alejada de las luchas concretas de los movimientos sociales y, a diferencia de sus viejos maestros, ellos consideraban que la violencia estaba justificada en ciertas circunstancias.
La ruptura se manifestó en la década de 1960, especialmente en Alemania, donde la Nueva Izquierda se distanció de la Escuela de Frankfurt. Sin embargo, la influencia de la Escuela de Frankfurt en la Nueva Izquierda siguió siendo evidente en la teoría y la práctica de muchos movimientos sociales contemporáneos.
Un caso especial, que merece algún comentario, es la historia de la relación entre los judíos y la Nueva Izquierda en Estados Unidos durante los años 60 y 70. Por un lado, vemos una significativa participación de judíos estadounidenses en estos movimientos de reforma social, democracia participativa y oposición al poder institucionalizado. Muchos judíos, imbuidos de una tradición de activismo político y social, abrazaron con entusiasmo las causas progresistas de la Nueva Izquierda.
Sin embargo, con el paso del tiempo, algunas de estas alianzas comenzaron a resquebrajarse. El ascenso del movimiento Black Power distanció a varios activistas judíos por los derechos civiles, mientras que la postura anti-Guerra Fría de la Nueva Izquierda se volvió cada vez más crítica hacia el Estado de Israel, considerado por algunos como un “agresor imperialista” tras su triunfo en la Guerra de los Seis Días. Por ejemplo, en 1968, el dirigente de Black Power, Stokely Carmichael, dijo en la convención de la “Organization of American Students”: “Hemos comenzado a ver el mal del sionismo y lucharemos para eliminarlo dondequiera que exista, ya sea en el gueto de los Estados Unidos o en Oriente Medio”. Los amigos del pasado estaban deviniendo en los enemigos del presente.
Nuevos derechos
Obviamente, como era de esperar, se inició un reclamo de derechos que era una reacción contra las injusticias a las que los oprimidos habrían sido sometidos por la sociedad. La consecuencia fue que la demanda de derechos se volvió tan amplia e indefinida como las opresiones que supuestamente las engendraban. El resultado final consistió en una colisión de derechos que fragmentó la estructura social y que condujo a un virtual estado de anarquía moral, o a una disolución de aquellos valores en los que la misma se sustentaba.
Las sociedades contemporáneas se enfrentan a un desafío complejo: la creciente fragmentación social y la tensión entre los derechos individuales y el bien común.
Por un lado, la Escuela de Frankfurt y la Nueva Izquierda promovieron una visión crítica de las estructuras de poder establecidas, enfatizando la necesidad de empoderar a los grupos que se percibían como oprimidos o marginados. Este enfoque priorizó la reivindicación de las identidades particulares por sobre la construcción de un paradigma de interés colectivo.
Posteriormente, la ideología “woke”, surgida de esos principios, exacerbó aún más esta dinámica. Al colocar el foco en la experiencia individual de los grupos identificados como oprimidos, la perspectiva “woke” ha contribuido a fragmentar el tejido social, debilitando la noción de responsabilidades compartidas y espacios de encuentro. Esta lógica ha permeado diversos ámbitos, desde la academia hasta la cultura popular, dando lugar a fenómenos como la “cultura de la cancelación”.
La “cultura de la cancelación” refleja la incapacidad de la sociedad para gestionar la creciente tensión entre los derechos individuales y los intereses del conjunto. Ante la ausencia de parámetros éticos y morales comunes, se imponen perspectivas únicas a través de la confrontación y la censura, negando la posibilidad del diálogo y el debate constructivo. La defensa irrestricta de la diversidad y la libertad de expresión, sin una visión integral del bien común, ha llevado a que cualquier opinión considerada “políticamente incorrecta” sea rápidamente “cancelada” y marginada.
Nuevamente Natán Sharanski nos da una observación muy aguda sobre este asunto:
“Como muchos judíos de la antigua Unión Soviética, tanto en los EE. UU como en Israel, estoy preocupado. Estoy preocupado por el entorno ideológico en los EE. UU., una superpotencia global, un faro de esperanza para toda la humanidad y el principal defensor de la libertad y los derechos humanos en el mundo. Me preocupa la aparición de un dogma—algunos lo llaman ideología “woke”—no muy diferente de la ideología totalizante con la que crecí en la Unión Soviética, que ha tomado por asalto a la izquierda estadounidense y con ella a muchas instituciones culturales estadounidenses”.
La “Cultura de la Cancelación” es un fenómeno moderno en el que un individuo puede ser ‘cancelado’ de la vida pública si sus puntos de vista son considerados inaceptables para la Nueva Izquierda. Y esto no es otra cosa que una expresión moderna de la “lucha de clases” planteada por el marxismo en términos “culturales” y con el aditamento de las categorías de opresor-oprimido. Su fundamento teórico es la “Teoría Crítica” de la Escuela de Frankfurt y el modo en que se lleva a la práctica es bastante simple: consiste en la utilización del “discurso” como arma principal, según lo planteara, ya en 1965, Herbert Marcuse en su ensayo “Tolerancia Represiva”, donde el autor afirma que la única manera de servir al verdadero objetivo de la tolerancia era pedir intolerancia hacia ciertas opiniones: ‘La tolerancia liberadora, entonces, significaría intolerancia contra movimientos de la Derecha y tolerancia hacia movimientos de la Izquierda’” .
Como era lógico suponer, esta misma concepción de los derechos se haría extensiva al campo internacional. De un modo u otro, los países, o los Estados Nacionales, serían diferenciados entre Estados opresores y Estados oprimidos y, naturalmente, a los supuestos estados opresores se les aplicaría de algún modo la “cultura de la cancelación”. No importan los hechos sino la percepción ideológica que se tenga de ellos; en definitiva, cuando un país pasa a integrar la lista de los, así llamados, opresores, todo lo que argumenten para legitimar su accionar va a ser usado en su contra. Se trata, en fin, de una versión renovada o reelaborada de lo que citamos en palabras de Tracinski ‘lógica burguesa’ y ‘falsa conciencia’ utilizadas para apuntalar una sociedad capitalista”. Casi del mismo modo Israel es acusado hoy de una “lógica racista” y de “falsa conciencia” “utilizadas para apuntalar el Estado de Israel”. Es la misma estructura que pasa de un lugar a otro pero que, en el fondo, siempre es una expresión de un mismo enfoque ideológico.
Obviamente, no queremos decir con esto que el Estado de Israel haya actuado siempre de forma loable, que no haya provocado sufrimientos injustificados y rencores justificados. Todo esto es verdad, pero, sin embargo, no deja de ser cierto que, como hemos visto, ya era considerado culpable antes de cualquier acción reprobable. Podríamos enumerar una cantidad enorme de hechos atroces que acontecen en el mundo, algunos de los cuales están ocurriendo en este mismo momento, pero frente a los cuales el discurso ideológico es indiferente. Israel es juzgado con otro parámetro, de otro modo; es culpable antes de cualquier juicio. No importan ni la historia, ni la Shoá, ni los rehenes del siete de octubre. Israel está sometido a la “cultura de la cancelación”.
Por otro lado cabría decir que esta “cultura de la cancelación”, aplicada a Israel, requiere, como requisito narrativo, reconsiderar la historia para eliminar todos los vestigios que pudieran servir de apoyo a la justificación de su existencia y continuidad, se trata de la “crítica histórica”.
Por ejemplo, así dice el intelectual palestino Edward Said, padre fundador de la Teoría poscolonial, “Es necesario revisar y reescribir la historia, (…) “para que ‘nuestro’ Oriente, se convierta en ‘nuestro’ para poseerlo y dirigirlo”.
En otras palabras, propone moldear y construir una narrativa histórica que se ajuste a sus intereses políticos y de poder, independientemente de los hechos y evidencias factuales; porque, según él, el relato histórico es maleable y susceptible de ser reinterpretado y reescrito según las conveniencias y agendas de quien detenta el poder discursivo.
Pero entonces surge una pregunta, ¿Por qué el relato anti-colonialista sería éticamente superior al relato colonialista? Y lo cierto es que, si no hay una verdad objetiva, la pregunta queda sin respuesta. En términos prácticos, la academia siempre se inclinará por aquello que considera “políticamente correcto”, vale decir, una vez que haya definido un opresor y un oprimido, moldeará la historia a favor de este último. Como es obvio, Israel siempre será para ellos el opresor porque, antes de cualquier crítica razonable a su accionar, será percibido como occidental, de raza blanca y capitalista.
Esto crea una paradoja, pues el relato anti-colonialista que propone Said carece, bajo su propio marco epistemológico relativista, de una justificación objetiva para ser considerado superior o más válido que otros relatos que busca desplazar.
La trampa kafkiana
Creemos no equivocarnos si decimos que Israel es hoy un “país cancelado” en el escenario internacional. Las campañas de boicot, las restricciones a la libertad de expresión y la marginación en espacios académicos y culturales han confluido para generar un ambiente de estigmatización y rechazo hacia el Estado judío. Los movimientos globales de Boicot, Desinversión y Sanciones (BDS) han logrado crear una poderosa ola de presión internacional, impulsando a diversos gobiernos, organizaciones y empresas a tomar medidas de condena y alejamiento de Israel. Esta dinámica ha devastado la imagen y la reputación del país, repercutiendo en ámbitos tan vitales como el turismo, las relaciones diplomáticas y la inversión extranjera.
Pero el proceso de “cancelación” de Israel va más allá de lo puramente económico y diplomático. En múltiples países, se han implementado leyes y políticas que buscan sancionar al gobierno israelí o fomentar la capacidad de cuestionarlo. Esto ha generado un efecto de autocensura, reduciendo drásticamente los espacios para debatir y analizar de manera abierta y franca la compleja realidad del conflicto.
La marginación de Israel también se ha hecho sentir en el ámbito académico y cultural. Académicos, artistas e intelectuales israelíes han sido excluidos de conferencias, publicaciones y eventos a nivel internacional, dificultando el intercambio y la proyección de la producción intelectual y artística del país. Esta tendencia refleja una lamentable instrumentalización de los espacios de conocimiento y creación, donde la discusión crítica y objetiva se ve seriamente comprometida.
Esta situación recuerda a los escenarios descritos por Franz Kafka, donde los individuos se encuentran atrapados en sistemas burocráticos y judiciales absurdos y opresivos, sin posibilidad de escape o resolución justa. Como hemos venido explicando, Israel se encuentra atrapado en un sistema global de narrativas y percepciones donde su defensa y existencia misma son cuestionadas de manera rutinaria, sin importar la evidencia o el contexto. Esta dinámica kafkiana crea una sensación de impotencia y perpetúa una imagen negativa que es difícil de contrarrestar, ya que las críticas son inherentemente contradictorias y están diseñadas para mantener a Israel en una posición de constante justificación y defensa, similar a los personajes de Kafka que luchan contra fuerzas incomprensibles e implacables, una “trampa kafkiana”.
A partir de lo dicho es fácil ver la similitud entre los conceptos de “solución final”, planteada durante el régimen nazi, y “from the river to the sea” el slogan que vimos recurrentemente después del 7 de Octubre; ambas propuestas implican una culpabilidad innata, señalan algo que está mal aun a pesar de los mismos actores, ya se trate del pueblo judío o del Estado de Israel; un “pecado original” que solo deja abierta la posibilidad del exterminio total o del dejar de ser.
Como escribe Kafka en El Proceso:
––Pero yo no soy culpable ––dijo K––. Es un error. ¿Cómo puede ser un hombre culpable, así, sin más? Todos somos seres humanos, tanto el uno como el otro.
––Eso es cierto ––dijo el sacerdote––, pero así suelen hablar los culpables.
Conclusiones
A lo largo de estas páginas hemos podido ver como el marxismo, ya desde su concepción clásica hasta la más moderna Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt y la Nueva Izquierda, ha tenido una influencia enorme en la percepción del Estado de Israel y del judaísmo en general. No se trata solo de un fenómeno que haya tenido relevancia en los círculos académicos sino que, a través de los medios de comunicación, ha ido impactando, cada vez con mayor intensidad, en la población en general.
Este efecto no se limita solo a la temática del Estado de Israel y del judaísmo; se trata de teorías, o pseudo tales, que abarcan una amplísima gama de cuestiones políticas y culturales que aparentemente podrían parecer desconectadas entre sí pero que, sin embargo, encuentran una fuente común en una ideología muy definida y que se expresa en distintos ámbitos. La evidencia de esta situación hemos podido apreciarla después del 7 de Octubre; entonces vimos efectos tan sorprendentes como, por ejemplo, agresiones contra estudiantes y profesores judíos en las universidades, manifestaciones de movimientos Woke o LGTB o Feministas enarbolando banderas palestinas; o una formulación de los derechos humanos que deliberadamente ignoraba los asesinatos del 7 de Octubre, los rehenes civiles o las atrocidades cometidas, incluso contra mujeres y niños. Son los hechos los que ahora confirman un nexo evidente entre posiciones anti-israelíes, o directamente antisemitas y, movimientos culturales con los que, supuestamente, no habría vínculo alguno; otra extraña conjunción que hemos querido poner en evidencia.
También quisiéramos destacar que, como es obvio, esta antinatural solidaridad entre los pseudo-oprimidos es propia de Occidente. El mundo islámico es, por naturaleza, impenetrable a la ideología Woke. Sin embargo, hay que considerar que dichas ideologías pueden ser utilizadas por sectores interesados (que de ninguna manera comprenden al mundo islámico en su conjunto), como una herramienta de guerra cultural capaz de penetrar en Occidente por su flanco más vulnerable: el nihilismo existencial consecuente a la gradual pérdida de valores en que las nuevas ideologías lo han sumido.
Compendiando el pensamiento de Leo Strauss a propósito de la ausencia de estos valores, digamos: El relativismo cultural no es solamente un error intelectual, sino que también es peligroso; conduce a la conclusión de que no hay una diferencia real entre la verdad y el error, o entre la justicia y la injusticia. Una sociedad que no puede afirmar los principios éticos y racionales fundamentales que transcienden las diferencias culturales se expone al peligro de la decadencia moral y política. “Estas son verdades permanentes, no atavismos, sin importar cuán desagradables sean para los de mentalidad progresista. Una sociedad que no puede afirmarlas invita a la catástrofe, no menos que una sociedad que no puede cuestionarlas”.
Fuente: https://www.infobae.com/opinion/2024/08/07/israel-y-la-trampa-kafkiana/